Saludos, estimado lector. Me agrada que
hayáis decidido uniros a mí en este viaje que hoy comienza con una anécdota que
ilustra la flema de que debe hacer gala todo caballero inglés, enmarcada en una
de las batallas más trascendentales de la Historia.
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Field Marshall Henry William Paget |
Corría el año 1815. Le Petit Caporal, en un alarde de genio, ha conseguido escapar de
su destierro y regresar a Francia. Desde su desembarco en Golfe-Juan con tan
solo 600 hombres, Luis XVIII no deja de enviar regimientos en su captura solo
para ver cómo uno tras otro desertan para unirse a su antiguo general. De esta
forma, es un ejército de miles el que entra en París siguiendo a Napoleon. Los gronards de la Vieja Guardia se han
negado a escoltar al rey en su huida, y Europa vuelve a temblar ante los gritos
de ¡Vive l’empereur!
Y tiembla con razón. Una Séptima Coalición
une a las potencias de primera y segunda clase y declara la guerra a Napoleon.
No a Francia, sino a la persona de Napoleon. Sin embargo, el ejército prusiano
aun está debilitado, el inglés, unido al del recién creado Reino Unido de los
Países Bajos apenas alcanza el número de hombres acordado. Los de los imperios
ruso y austriaco aun están demasiado lejos. Los españoles están tan diezmados
y son tan indisciplinados que son elegantemente excluidos de la fiesta por
miedo a que siembren el terror en Francia buscando justa venganza por los agravios
pasados.
Napoleon lo tiene claro. Si las fuerzas de
los aliados consiguen unirse no podrá hacerles frente, pero separadas son débiles.
Ingleses y prusianos avanzan desde Bruselas, mientras que los austriacos se las
ven con Murat y avanzan desde el sur, esperando reunirse con los rusos. Todos
convergen en París.
El 18 de junio, tras sendas victorias en
Ligny y Les Quatre Bras, y habiendo puesto en fuga las fuerzas prusianas del Generalfeldmarschall von Blücher, Napoleon
enfrenta a Wellington en un cruce de caminos cerca del pueblo de Waterlô –que pasaría a conocerse como Waterloo al adaptarse su nombre a la
pronunciación inglesa tras la batalla-. Las posibilidades de Wellington no son
claras. Ha sido él quien ha elegido el campo de batalla tras un riguroso
estudio del terreno. Su línea se encuentra parapetada tras una leve colina,
protegida por las granjas fortificadas de Hougomont
y La Haye Sainte. Sabe que sus
fuerzas, pese a desplegarse en una magnífica posición defensiva, no pueden
hacer frente al Armeé du Nord. Su
única esperanza es resistir el tiempo suficiente hasta que llegue Blücher por
el flanco derecho francés.
El primer atisbo de esperanza se da cuando
Napoleon decide no atacar de forma inmediata a primera hora de la mañana. Serán
siete horas las que pasen hasta que sus Belles
Filles escupan los 3 cañonazos de rigor que declaran el comienzo de la
batalla –era tradición que el atacante avisara con estos tres disparos iniciales,
ante todo, eran caballeros-, pero a partir de entonces la batalla es terrible.
Nos ahorraremos, muy a mi pesar, los detalles
de la batalla, de los que ya hablaremos en alguna otra ocasión. Baste decir que
la infantería aliada, formada en cuadros, consiguió hacer frente a múltiples
cargas de la caballería francesa hasta el punto de que ante la desesperada
petición de más tropas para continuar los ataques del Maréchal Ney a Napoleon, este respondió con aquel famoso “¿Y de dónde quiere que las saque? ¿Quiere que
las fabrique?”
Y aquí es donde entra en la historia nuestro
bravo caballero inglés. Lord Henry Paget, Earl of Uxbridge. Al frente de la
caballería inglesa en Waterloo, ya había demostrado su valía en España, y se
había ganado su reputación como uno de los mejores comandantes de caballería de
la época.
Al verse sobrepasado por las columnas
francesas, Wellington manda a la caballería pesada de Uxbridge que protagoniza
una de las mayores y más gloriosas cargas de caballería de la historia,
consiguiendo desbaratar el ataque francés. Pero si los dragones ingleses eran
conocidos por algo, era por su irresponsabilidad. Dejándose llevar por la
situación, la caballería persigue al enemigo más allá de los límites de la
sensatez, poniendo en peligro toda la batalla. Las unidades francesas se
reagrupan y algunos regimientos de lanceros cargan contra los ingleses, siendo
muchos masacrados.
Por suerte, se salva la situación y en el
flanco derecho francés ya se divisan claramente las fuerzas prusianas. La
batalla se ha alargado demasiado. Napoleon se ha visto incapaz de romper el
frente inglés, y ahora su flanco es amenazado. En el momento decisivo, decide
jugar su última carta. Mientras se ve obligado a desviar un ala de su ejército
para detener a Blücher, la Vieja Guardia ataca. Jamás le ha fallado, su Guardia
Imperial está formada por los mejores hombres del Imperio, algunos llevan más
de 15 años luchando a su lado, son una fuerza temible que solo utiliza en casos
de extrema necesidad. Es su última fuerza de élite.
Mientras tanto, la línea de Wellington se
prepara para hacer frente a la nueva embestida con todo lo que le queda, que no
es mucho. Prácticamente todo su estado mayor ha sido herido o muerto. Solo él,
que parece estar protegido por alguna fuerza superior, y Miguel de Álava –el comisionado
español que a efectos prácticos ejercía de QMG, del que también hablaremos en
otro momento- conservan intactos sus caballos y sus pellejos.
Sin embargo, la situación francesa es
insostenible. Las columnas que cargan contra la línea inglesa ven cómo su
flanco derecho está perdido y huyen. Incluso la Vieja Guardia, que jamás había
sido derrotada, se retira manteniendo el orden y la disciplina al principio, y dejando
caer sus armas al final. Los franceses huyen en desbandada, abandonando armas,
munición, carros, e incluso la mayor parte de la artillería.
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Wellington y su estado mayor tras la victoria |
Ante ese panorama, Wellington avanza para
reunirse con Blücher. El campo de batalla está sembrado de muertos y heridos
agonizantes. Él cabalga junto con Álava y Uxbridge, y los pocos oficiales aun
con vida, cuando el que según se dice fue el último disparo de la batalla resuena.
Un cañón ha sido disparado mientras Wellington y Uxbridge charlaban, alcanzando
la bala la pierna de este último.
- By God,
sir, I’ve lost my leg! –exclama Uxbridge
- By God,
sir, so you have! –replica Wellington
Y en efecto, su pierna tuvo que
serle amputada. El hombre que se había distinguido en tantas valientes y
arriesgadas cargas de caballería perdía la pierna con la mayor serenidad. Como
aquel que, tomando el té, se percata de que una molesta mosca le está
incomodando.
También se dice que durante la
amputación sonrió y dijo “He tenido una
vida larga. He sido un galán estos cuarenta y siete años, y no sería justo para
los jóvenes que lo siguiera siendo”, y que durante el procedimiento comentó
que “ese cuchillo parece algo embotado”.
Ese “privilegio” de ser alcanzado
por el último disparo de la mayor batalla de la época, le valió el
reconocimiento y la guasa de sus congéneres. Se escribieron poemas en su honor –o
en el de su pierna, para ser exactos-, y se le ofreció una pensión anual en
compensación por su pérdida. Rechazó esta compensación, y se le atribuyen
aquellas palabras de
“¿Quién no perdería
una pierna por tal victoria?”.